“¡No lo mató el virus!”: violencia policial en Kenia a costa de la pandemia

Tan solo un grito quiebra la noche y los golpes: ¿Vais a acabar con él aquí?, exclama uno de los testigos de la muerte de Vitallis Ochilo Owino, última víctima de la violencia policial en Kenia; país que desde el pasado 27 de marzo vive bajo un toque de queda nocturno a fin de mitigar el impacto de la COVID-19.

Con poco más de 700 casos oficialmente confirmados, para muchos kenianos el peligro real de esta pandemia no es ni invisible ni silencioso. Según el recuento de grupos comunitarios de derechos humanos, al menos 16 personas han perdido la vida en batidas policiales desde el inicio de las restricciones. Muertos de una violencia sistemática que sobrepasa lo aséptico de cualquier estadística.

“Estos son sólo los casos que hemos verificado, pero sabemos que son muchos más”, detalla a Efe el activista Wilfred Olal, coordinador de una red de centros de justicia social distribuidos por diferentes asentamientos informales de Kenia.

“¡Hemos perdido la cuenta! Los arrestos se producen a diario, también las palizas nocturnas. Todavía hay gente en los hospitales o recuperándose en casa de sus heridas”, añade quien -desbordado- intenta poner nombre y apellido a los centenares de afectados por la brutalidad policial.

“ESTÁN PEGANDO A PAPÁ”

A la keniana Jackline Atieno le alertaron los gritos de sus hijos. “¡Están pegando a papá, le están pegando!”, repetían una y otra vez señalando hacia la entrada de su humilde vivienda de zinc localizada en el suburbio de Mathare (Nairobi): unos pocos metros cuadrados con una televisión, un hornillo y, separada por una sábana, una área-desván en la que todos duermen.

Bajo el resguardo de la noche, dos policías se ensañaban con su marido, Isaiah Omollo, quien sobre las 18:30 horas del 9 de abril se disponía a cerrar su puesto de venta de CD piratas y su modesta peluquería para cumplir con el toque de queda impuesto en todo el país.

“Estaba ya cerrando, pero (los policías) no vienen a hablarte. Me gritaron: ‘¡termina, cierra, desaparece!’, y entonces empezaron a pegarme. Eran cuatro, y cuando se cansaron, se fueron y me dejaron ahí tirado”, recuerda sujetando con firmeza un bastón de madera y con la pierna izquierda cubierta en vendajes.

“¿Por qué no nos arrestan en lugar de golpearnos?”, se pregunta mientras en la calle las vecinas de esta comunidad conocida como Mathare 4A -que huele a pescado seco y maíz tostado- frotan con desparpajo ropa en unas palanganas. “Ahora estoy herido, no puedo trabajar y nuestras familias dependen de ello”, se lamenta.

De acuerdo con un estudio de Amnistía Internacional de 2018, los kenianos ven los asesinatos extrajudiciales a manos de las fuerzas de seguridad, la negación de servicios médicos y la pobreza como las mayores amenazas para sus vidas.

Una pobreza corta de miras que, en caso de un confinamiento total por la COVID-19, dejaría a la mayoría de africanos sin dinero en 12 días y sin comida en solo 10, según un promedio basado en el último informe de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de África (CDC).

MUERTOS PARA “FRENAR” EL CORONAVIRUS

Owino, soldador de 39 años y padre de cuatro, se disponía a regresar a casa el pasado 3 de mayo cuando dos policías, “uno más alto con gafas y otro más menudo”, se toparon en su camino. Eran las 19.30 horas, pasado el toque de queda que oficialmente comienza a las 19.00, y la reprimenda pronto dio paso a los golpes.

“Le pegaron hasta matarle. Se encontraron con él al otro lado de la calle y Owino terminó en el suelo. Nadie detuvo la paliza”, relata a Efe Jakton O. Adupa, anciano de la comunidad y uno de los líderes del área IJK, en las entrañas del suburbio de Mathare, donde se produjeron los hechos.

Su cadáver permaneció toda la noche a la intemperie. A la mañana siguiente, una procesión de centenares de jóvenes al grito de “¡No le mató el coronavirus!” -ante el temor de que la Policía intente encubrir este tipo de prácticas como víctimas de la pandemia- trasladó a pie el cuerpo de Owino hasta la comisaría de Muthaiga.

“Queremos saber (qué sucedió). Queremos justicia. ¿O es que Mathare no merece justicia? Esta persona tenía una familia, una mujer y hijos. Esos niños van a ser huérfanos desde hoy. Queremos que se haga justicia”, reclama uno de los participantes en este mar de mascarillas de colores.

Consultado por Efe, el comandante regional para Nairobi, Philip Ndolo Ndunda, desmintió que esa persona fuera asesinada por la Policía y argumentó que el cadáver había sido llevado allí una vez muerto, pues el equipo forense no había hallado en el lugar del crimen “restos de sangre, agua o lodo presentes en el cuerpo”. También confirmó que la investigación seguía en curso.

IMPUNIDAD JUDICIAL

Ajenos al discurso oficial, quienes pueblan alguno de los barrios más desfavorecidos de Kenia saben de primera mano que la violencia policial, así como la impunidad que ampara a quienes la cometen, es tanto o más real que el temible coronavirus. Y, en concreto, en un Mathare militarizado por el confinamiento, todos recuerdan el abrupto adiós al pequeño Yassin Hussein Moyo.

Moyo, de 13 años y hermano de siete, murió desangrado la madrugada del 31 de marzo después de que una bala de la Policía le atravesara el estómago en el balcón de su casa -en el suburbio de Huruma- mientras una patrulla de agentes intentaba imponer un toque de queda casi imposible entre quienes viven al día.

Horas después de que este homicidio ocupase titulares en la prensa, el presidente keniano, Uhuru Kenyatta, se disculpó ante “todos los kenianos por algunos excesos (de fuerza policial) llevados a cabo”, pero más de un mes después, organizaciones de derechos humanos sobre el terreno denuncian que nada ha cambiado.

“El hecho de que continúen matando y golpeando a las personas, y que el Gobierno y la Policía no lo vean como algo erróneo es la pregunta que hay que hacerse. Porque probablemente eso sea lo que se les hayan ordenado hacer”, explica a Efe el investigador de Human Rights Watch (HRW) en Kenia, Otsieno Namwaya.

“El presidente pidió perdón, pero la mayoría de asesinatos han tenido lugar después de eso”, continúa el experto, quien describe un cuerpo policial “demasiado acostumbrado” a un uso excesivo de la fuerza; el mismo que durante las protestas postelectorales de agosto de 2017 dejó un reguero de más de cien muertos.

Según un informe de Amnistía Internacional de 2017 con datos de 15 países africanos, Kenia se situaba a la cabeza de todos ellos con 122 asesinatos extrajudiciales de un total de 177 documentados. El colectivo local Missing Voices cifra en 682 las personas asesinadas por la Policía desde 2007 -incluidos 70 en lo que va de año- mientras que solo 26 agentes han sido llevados ante la Justicia.

Antes de salir a la calle por última vez, Owino le dio a su mujer, Esther Achieng, 500 chelines (algo más de 4 euros) para que pudiese comenzar su negocio de mandazis -una especie de bollo frito muy popular- después de que la amenaza del coronavirus le hubiese arrebatado su trabajo como empleada doméstica.

Hoy, el repunte de violencia policial a la sombra de esta pandemia le ha quitado también a su marido: “Él era quien ponía el pan sobre la mesa. Siempre cuidaba de su familia y de sus cuatro hijos. Siempre traía algo (para comer)”, medita Achieng con incertidumbre.”Ahora no sabemos ni cómo vamos a poder darle sepultura”, se lamenta. EFE

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